Cuando el espejo no nos dice que estamos viejos
Una amiga me dijo que es inútil intentar verse joven o menos viejo frente al espejo. Y en verdad la mente de uno es rápida para atenuar las arrugas, las manchas y las canas de la vejez, que son muchas más de las que nosotros nos vemos. Somos indulgentes con nuestra longevidad.
No eres tú el que tiene el veredicto de si te ves o no viejo; no le creas a tus parientes cercanos ni a tu mejor amigo, ellos igualmente expresaran conmiseración con los años que te van envolviendo. ¿Y nuestros hijos? Tampoco son medidores confiables, y se guardarán los comentarios de sus contertulios de que estás “entrado en años”, si es que tienes esa suerte y no hayan dicho sin piedad que “tu papá es un viejo”. Los jóvenes, esos sí que se percatan del óxido que nos carcome, tal como nosotros lo hacíamos cuando el divino tesoro de la juventud se posaba en cada uno de nuestros rasgos cual ave que canta de rama en rama, y decíamos, inclementes, entre nuestro lozano círculo “¡qué personas tan viejas vinieron a la fiesta!”, para de inmediato soltarnos en carcajadas.
Esto viene al caso porque el diario El País de España se hizo eco de una encuesta de la marca británica de suplementos alimenticios Future You, realizada a 2.000 personas, en la que se revela los 50 signos que nos hacen sentir mayores.
“La broma del casete y, en general, la brecha tecnológica, es una de las cosas que nos abren los ojos al imparable avance de la obsolescencia programada de nuestro cuerpo. ‘Tener compañeros de trabajo tan jóvenes que no saben lo que es una cinta’ es frustrante, pero aún lo es más ‘no saber usar dispositivos como las tabletas o las teles inteligentes’ o ‘tener un smartphone y no saber hacer con él más que llamar’, son algunos de los ejemplos que recoge el listado. Más allá del hecho de no estar al día con los últimos aparatos y de pensar que todo en otra época fue mejor, existen otras señales que nos hacen sentirnos mayores”, comenta Manuela Sanoja, redactora de El País.
Eso del casete que solíamos desenredar y luego enrollar con un lápiz o bolígrafo contenía las voces de nuestros queridos intérpretes, y nunca llegamos a concluir si queríamos más el aparatico sintético o a los propios cantantes. Finalmente, nos resignamos a perder el casete, excomulgado por las nuevas tecnologías musicales. Pero esas melodías, indesterrables, nos denuncian ante el público joven los kilómetros que hemos recorrido.
“El primer signo de la lista –detalla Sanoja- es "olvidar los nombres de las personas" y también está (en la séptima posición) el clásico de no saber dónde se han dejado las llaves o las gafas. Los encuestados coinciden en que "tener más pelo en la nariz, cejas y oídos", "evitar coger peso para que no duela la espalda", "enfermarse más a menudo", "sentirse cansado desde el momento en el que te levantas" o "hablar demasiado sobre los problemas en las articulaciones" son algunas de las cosas que nos recuerdan que nos hacemos mayores”.
Sobre el punto de “hablar demasiado sobre los problemas de las articulaciones”, es ciertamente una de las comidillas de nuestro abanico de achaques cuando nos encontramos con un conocido. “Yo duermo muy poco, y ni hablar si pego un ojo cuando los vecinos prenden la rumba”; “Ya no voy a fiestas, prefiero ver televisión; Y de aquello, echo uno y de vaina”. De eso hablamos y de todo lo que nos duele. En cambio, los jóvenes nunca hablan de estar enfermos, así lo estén; puede estallar una bomba cerca de su dormitorio y solo se dan cuenta después que durmieron lo suficiente; para ellos la juventud es eterna, jamás piensan en los peligros y mucho menos en la muerte, y de hecho se sienten inmortales.
La flor que se marchita
“La ciencia indica – prosigue Sanoja- que la flor de la vida está en la veintena y nuestro cuerpo empieza a sufrir los cambios que dejan la juventud atrás en la treintena. A partir de aquí todo es dramático: el cristalino pierde flexibilidad y la capacidad de enfocar es cada vez menor, el gusto y el olfato se resienten, perdemos músculo y ganamos grasa, el pelo empieza a caerse... A los 40, por si fuera poco, no es raro empezar a sentirse cansado, perdemos aún más masa muscular, la piel comienza a acartonarse y las arrugas dejan de ser pequeñas líneas de expresión para convertirse en surcos cada vez más marcados (no lo dice el espejo, sino la cara con la que te miran los bisoños compañeros de colegio de tus hijos). Con la llegada de los 50, a las mujeres les llega la menopausia y a los hombres, la andropausia, como resultado de los bajos niveles de testosterona (a partir de los 30 pierden un 1% de esta hormona anualmente)”.
Eso es en cuanto al ‘cuerpo físico’, deterioro y dolor; pero qué de la tristeza, la nostalgia, la soledad, los ojos humedecidos; dónde queda lo del “viejo gruñon”, “viejo amargado” o “cascarrabias”. Y sin embargo, paradójicamente, los puretos se conforman con cosas sencillas como los niños (la vida es un círculo o un eterno retorno, dirían metafísicamente algunos). Un amigo me comentaba, y ese dato no está en la encuesta citada, que la manera más sencilla de darse cuenta uno de que la vejez toca a la puerta es cuando nos doblamos para recoger un tornillo. “Eso no lo hace jamás un joven, este solo arquearía su cintura si se tratase de algo valioso, de resto es una pérdida de tiempo y de dignidad”, dijo.
“La lista de señales reales de la vejez va en aumento año tras año, y no podemos controlarlo. Lo que sí podemos hacer es envejecer mejor, algo tan sencillo como llevar una dieta sana y equilibrada, y hacer ejercicio regularmente. Además, la literatura científica señala otro factor determinante, la edad subjetiva: cómo nos sentimos con respecto a nuestra edad. Así, sentirnos mayores o más jóvenes de lo que somos determina cómo nos comportamos ante la vida e incluso influye en nuestra salud (...) Además, la ciencia de la longevidad ha revelado que quienes se sienten más jóvenes disfrutan de una mejor salud mental y tienen un riesgo menor de padecer depresión, mientras quienes se consideran mayores para su edad aumentan su riesgo de sufrir diversas enfermedades, entre las que destacan las cardiovasculares”, concluye Sanoja en su artículo para El País.
Una vez –confieso- me vestí de lo más formal para una cita social, me miré al espejo y me vi muy bien, bastante joven. No bien había caminado unos metros, dejé que mis acompañantes siguieran adelante con el pretexto de anudarme el cordón de uno de mis zapatos. Ahí estaba, reluciente, como si esperara por mis dedos. Lo recogí y rápidamente lo metí en uno de los bolsillos de mi paltó.
Era un hermoso tornillo.
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Cuando el espejo no nos dice que estamos viejos
Reviewed by Alejandro Domecq
on
13:54:00
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