Perdónenme pero no puedo asistir al entierro de mamá
El féretro está en
medio de la sala que se ha hecho más espaciosa, no solo porque ya estamos
viejos y nuestras carnes se secan; es que somos tan poquitos en la casa desde
que uno a uno empezaron a perder la esperanza y se fueron a buscarla a otra
parte; muy lejos de aquí.
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Allí, acostada, como
si no hubiera pasado nada, está mamá. De tanto en tanto mi hermana la mira y solloza;
el tío Carlos tiene el sombrero en su vientre, sostenido entre sus largos dedos
que parecen espaguetis. Lo veo y quedo asombrado de lo añoso que está y cómo no
se ha muerto. Yo contemplo a ambos y prefiero no mirar a mamá para recordarla
alegre, entusiasta, invicta en su gozo.
No esperamos a nadie;
en esta calle casi todas las casas están vacías, y los parientes nuestros no
pueden venir, aunque algunos estén a media hora de aquí. No vendrán, pues lo
más probable es que no hayan comido nada en todo el día o en días, y así ¿con
qué fuerzas pueden andar? Además, este no es un velorio como el de los abuelos,
donde te podías venir sin nada en el estómago, seguro de que comerías
galletas de soda con chocolate caliente. Eso para empezar; dabas por hecho de
que en el patio hervía un sancocho de res. Y si te gustaban los tragos no
faltaría el ron o la cerveza. Ahora, nada te podremos ofrecer, ni siquiera café
en un pichirrísimo pocillo.
Por esos años, un
deceso atraía un montón de gente, y reunía a la misma sangre ramificada en
apellidos. Este es mi hijo, el abogado; esta es mi hija, la ingeniera; ¿te
acuerdas de él?, es el periodista. Uno preguntaba por alguien ausente y
respondían que lo excusaran por estar centrado en una tesis de grado o de
guardia en un hospital, pues era médico cirujano. Un amigo nos sorprendía con
su presencia pese a residir en el otro extremo del país. Estoy muy bien, me
casé, tengo dos hijos, trabajo en una cementera, compré una casa y me vine en
mi nuevo auto.
Mi hermana vuelve a
asomarse al ataúd, enfundada en su traje antiguo de luto cerrado y exactamente
repite el acto de llorar, secarse las lágrimas con el pañuelo del tío Carlos y
retornar abatida a su asiento. La comienzo a detallar y cavilo si es la aflicción
o los años, o ambos, lo que la tienen fea y ajada. ¿Cómo se puede pasar de una
mujer asediada por tantos pretendientes a una señora así?
Dije que no
esperábamos a nadie, pero no es totalmente cierto; ansiábamos abrazar, más que
por la tristeza, por los años sin ver a nuestro hermano Alfonso. Él quedó en
venir y al tratarse de una madre, ¿qué excusa puede haber? Nunca fue un mal
hijo y cuando estaba con nosotros asumió el rol de papá de alimentarnos y
vestirnos. Y en verdad, nos duele que no pueda regresar; sin embargo, ya nada
nos sorprende; mucho menos su mensaje que nos llegó por texto telefónico:
“Perdónenme que no pueda
asistir al entierro de mamá; me fue imposible conseguir los bolívares para el
viaje; si algún día puedo reunir el dinero volveré a estar con ustedes. Los
quiero mucho e igual los extraño ... No les escribo más porque me estoy
quedando sin saldo”.
Se preguntarán dónde
vive nuestro hermano Alfonso; pues aquí mismo, en Venezuela, no tan lejos de
esta localidad. Lo que pasa es que él es uno de tantos que están confinados en sus
casas, sin poder pagar un pasaje por la falta de circulante, y de conseguirlo
tienen una prioridad mayor: comprar lo que puedan para sobrevivir a la ruina
colectiva.
Divago y me digo que
ojalá Alfonso pueda venir cuando se muera el tío Carlos, o mi hermana, o yo.
De
nuestra parte, en caso de llegarse a morir él, puede jurar desde ya que no
estaremos en torno suyo; esta es una desventura que no creemos que vaya a
cambiar entonces.
Mi hermana me pasa el
diminuto vaso de café, del que ya sorbió ella y el tío Carlos. Después de todo,
podemos mojarnos los labios.
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Perdónenme pero no puedo asistir al entierro de mamá
Reviewed by Alejandro Domecq
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17:19:00
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